Sobre William Wilson:
Por Luis Alejandro Giraldo Orozco
Decir que William Wilson es un cuento sobre un doble sería tan insuficiente como afirmar que La Divina Comedia es un poema sobre un viaje. Lo es, pero solo como un mapa lo es de un territorio, pues la plenitud está en la experiencia, no en la cartografía. El relato de Poe no describe simplemente el inquietante encuentro con un semejante; narra la persecución de una conciencia por su propio juicio (como lo haría después, desde el subsuelo, cierto narrador anónimo de sus desmanes).
El protagonista, que lleva el mismo nombre que su perseguidor, ignora (o finge ignorar) la identidad última de ese otro. Sabe que allí donde él descienda en el vicio, una sombra vigilante se alzará para reprenderlo. Esa sombra no es la caricatura grotesca que suele ofrecer la literatura del doble. No es la inversión moral ni la copia deformada, sino la imagen moralmente exacta, la conciencia encarnada. El segundo William Wilson no quiere usurpar la vida del primero, quiere preservarla.
Poe, maestro de la atmósfera, no se conforma con el horror visible. La trama avanza en un clima de opresión intelectual, donde el verdadero conflicto no es entre dos hombres, sino entre la libertad y la ley interna (quizá la palabra «ley» no sea la correcta). Como en los sueños, las ciudades, colegios y salones que recorren ambos no importan tanto por su geografía, sino por su resonancia moral. Son escenarios de tentación, donde la irrupción del doble suspende el acto y devuelve al protagonista al centro de su propia vergüenza.
Podría pensarse que el William Wilson perseguidor es una alegoría de la conciencia, pero esa conclusión es perezosa. La conciencia es, en la mayoría de los hombres, un murmullo. Aquí se vuelve un adversario tangible, un igual que respira, mira y actúa. El horror no está en ser observado, sino en saber que ese observador no es ajeno, que su rostro es el nuestro, que su derrota será también la nuestra.
El clímax, con su inevitable duelo, es menos un combate que una sentencia. El narrador, al asesinar a su doble, descubre que ha destruido el último bastión que lo separaba de la corrupción absoluta. En ese instante comprende que no ha matado a un intruso, sino a sí mismo en su forma más incorruptible. El espejo roto que le devuelve la sangre de su víctima es la imagen perfecta de su condena: el yo que vive ha vencido, pero al precio de abolir toda posibilidad de redención.
Así, William Wilson es, como todo gran relato, un mito. Narra la lucha irresuelta entre el impulso y la norma, entre la voluntad de perderse y la imposibilidad de hacerlo sin matarse en el intento. Y nos recuerda (con el tono ambiguo de las fábulas morales) que la peor muerte es la de aquello que podía salvarnos (asumo la responsabilidad de leer a Poe de esta manera, evidentemente arbitraria).
Por Luis Alejandro Giraldo Orozco
Decir que William Wilson es un cuento sobre un doble sería tan insuficiente como afirmar que La Divina Comedia es un poema sobre un viaje. Lo es, pero solo como un mapa lo es de un territorio, pues la plenitud está en la experiencia, no en la cartografía. El relato de Poe no describe simplemente el inquietante encuentro con un semejante; narra la persecución de una conciencia por su propio juicio (como lo haría después, desde el subsuelo, cierto narrador anónimo de sus desmanes).
El protagonista, que lleva el mismo nombre que su perseguidor, ignora (o finge ignorar) la identidad última de ese otro. Sabe que allí donde él descienda en el vicio, una sombra vigilante se alzará para reprenderlo. Esa sombra no es la caricatura grotesca que suele ofrecer la literatura del doble. No es la inversión moral ni la copia deformada, sino la imagen moralmente exacta, la conciencia encarnada. El segundo William Wilson no quiere usurpar la vida del primero, quiere preservarla.
Poe, maestro de la atmósfera, no se conforma con el horror visible. La trama avanza en un clima de opresión intelectual, donde el verdadero conflicto no es entre dos hombres, sino entre la libertad y la ley interna (quizá la palabra «ley» no sea la correcta). Como en los sueños, las ciudades, colegios y salones que recorren ambos no importan tanto por su geografía, sino por su resonancia moral. Son escenarios de tentación, donde la irrupción del doble suspende el acto y devuelve al protagonista al centro de su propia vergüenza.
Podría pensarse que el William Wilson perseguidor es una alegoría de la conciencia, pero esa conclusión es perezosa. La conciencia es, en la mayoría de los hombres, un murmullo. Aquí se vuelve un adversario tangible, un igual que respira, mira y actúa. El horror no está en ser observado, sino en saber que ese observador no es ajeno, que su rostro es el nuestro, que su derrota será también la nuestra.
El clímax, con su inevitable duelo, es menos un combate que una sentencia. El narrador, al asesinar a su doble, descubre que ha destruido el último bastión que lo separaba de la corrupción absoluta. En ese instante comprende que no ha matado a un intruso, sino a sí mismo en su forma más incorruptible. El espejo roto que le devuelve la sangre de su víctima es la imagen perfecta de su condena: el yo que vive ha vencido, pero al precio de abolir toda posibilidad de redención.
Así, William Wilson es, como todo gran relato, un mito. Narra la lucha irresuelta entre el impulso y la norma, entre la voluntad de perderse y la imposibilidad de hacerlo sin matarse en el intento. Y nos recuerda (con el tono ambiguo de las fábulas morales) que la peor muerte es la de aquello que podía salvarnos (asumo la responsabilidad de leer a Poe de esta manera, evidentemente arbitraria).