Andersen y Gaviria, caras de un mismo espejo


Por Julián Bernal Ospina

Andersen y Gaviria, caras de un mismo espejo

Julián Bernal Ospina

La literatura puede llegar a unir mundos muy diferentes.

Hace 180 años un hombre con cara de trol bueno publicó la historia sobre una niña que vende fósforos en Año Nuevo. En el cuento la niña camina descalza sobre la nieve de la última noche del año. Sus pies ya perdieron el color natural y ahora tienen manchas rojas y azules. Le tiemblan las manos. La nieve casi le colma el pelo crespo que le llega al cuello. Cuando dejó su casa llevaba puestos los zapatos de su mamá, pero pronto los perdió. Un carruaje le arrebató uno de ellos y un niño le robó el otro. Sola y en una esquina, procura olvidar el dolor del frío.

La niña guarda en un delantal los fósforos que vende. Nadie se los compra, nadie le da ni un centavo. No puede volver a su casa porque no ha vendido nada y su papá la regañaría si llega así. Como tiene tanto frío se le ocurre la idea de prender un fósforo, luego otro, luego otro. Se imagina una estufa caliente, un ganso asado con manzanas y ciruelas pasas, y el más bonito árbol de Navidad que ha visto. Así hasta que entrevé la imagen de su abuela muerta, la única persona que la amó. La niña la recuerda al observar una estrella fugaz en el cielo. Piensa en las palabras que alguna vez le dijo: cuando cae una estrella fugaz, un alma sube al cielo. No le importa acabar con la mercancía con tal de volver a sus brazos. «¡Abuela, llévame contigo!», dice la niña y enciende los fósforos. Nadie sabrá si la niña comprendió que ella era el alma para esa estrella. Al otro día el sol de la mañana alumbra el cadáver de la niña con casi todos los fósforos quemados. En el rostro tenía una sonrisa sin vida, pero feliz.

El hombre alto con cara de trol bueno —el escritor del cuento— se llamaba, como ya lo supondrá la lectora, Hans Christian Andersen, y el cuento en mención se publicó con el nombre de “The Little Match Girl”. Ha sido traducido al español con el título —más triste que el cuento— “La pequeña cerillera”, entre otros títulos menos desafortunados. A Andersen y a las películas endulzadas de Disney les debemos buena parte de los cuentos de infancia. Él publicó en vida 158 cuentos, entre los que están sus “cuentos de hadas” o fairy tales como La sirenita, El traje nuevo del emperador, El patito feo y El soldado de plomo. Muchos de ellos están inspirados en su propia vida (no es el caso del cuento de la vendedora de fósforos). Historias no con final feliz, sino con un sabor a ironía, a crítica social, a injusticia. Solo un ejemplo: en el cuento original de La sirenita, ella no logra conquistar al príncipe ni matarlo, ni tampoco recuperar la voz. Antes bien, se convierte en espuma y, después, en un errante espíritu etéreo de mar. Ella, al ser sirena, no tiene alma inmortal a menos que consiga el amor de un ser humano. Como una más de las “hijas del aire”, la condenan a trescientos años de buenas acciones para ganar un alma inmortal “y una parte de la felicidad eterna de la humanidad”. Cualquier cosa, menos un final feliz. 

La razón por la cual hablo de Andersen es porque visité el lugar donde nació. Odense, la tercera ciudad con más población de Dinamarca (con más de 200 mil habitantes) y una de las más antiguas. El nombre de la ciudad parece una contradicción. Significa el santuario de Odín, el dios de la mitología nórdica que se arranca un ojo y lo lanza a la fuente de la sabiduría del gigante Mímir para acceder al conocimiento. El casco urbano tiene edificios de colores que parecen barcos, otros que parecen casas de muñecas y otros más que son como ladrillos con espejos o cárceles; dos iglesias (en una de ellas, gótica, están los restos de un rey de Dinamarca), piso de piedra y estudiantes de la Universidad del Sur de Dinamarca que arrean turistas como si arriaran vacas. Todo limpio, pulido, lustrado cual render; ni los grandes avisos publicitarios, ni las marcas de las tiendas de los primeros pisos, dañan el paisaje. Las guías de turismo dicen que es una ciudad pintoresca (adjetivo que usan para describir todas las ciudades del mundo); la verdad es que es una ciudad que ha dejado de ser el santuario de Odín para convertirse en el santuario de Andersen. Hay dos museos de Andersen, una estatua de soldaditos de plomo y la pregunta de cómo hizo un trol bueno para destruir a los vikingos.

Uno de los museos de Andersen es la casa donde nació. Vio la luz de su fantasía real en 1805, cuando Noruega aún era parte de Dinamarca. (Dato necesario de Wikipedia: los reinos de Noruega, Dinamarca y Suecia, así como la república de Islandia, son parte de eso que han llamado Escandinavia, una especie de cultura multinacional que comparte historia y raíces lingüísticas: la historia vikinga, la cultura nórdica y sus combinaciones y lenguas derivas del germánico; y, como casi todos las naciones europeas, Dinamarca, Suecia y Noruega han sido imperios, lo cual quiere decir que han buscado apropiarse de territorios por medio de la guerra). Una casa pobre: la casa de un zapatero y de una lavandera, sus padres.

El otro museo, inaugurado en junio de 2021, fue diseñado por el arquitecto japonés Kengo Kuma. Más que un museo es un bosque encantado en medio de la monotonía de la perfección; un equilibrio desequilibrado de espejos, formas oblicuas, líneas de maderas y realidades superpuestas: parece que quien ingresa entra a un cuento de Andersen. Entre las estructuras de madera hay laberintos de arbustos. Adentro de una de ellas está el museo, con experiencias inmersivas de los cuentos más representativos, una cronología de su vida y una colección de sus manuscritos. Andersen fue, además de escritor de cuentos, escritor de novelas, de libros de viajes, de poemas, dibujante, hacedor de origamis y un enamoradizo.

Sobre todas las cosas, para los daneses es su escritor nacional. No en vano en Copenhague (la capital de Dinamarca) hay una avenida con su nombre y hasta en el aeropuerto promocionan visitas turísticas a sus casas: la de su nacimiento en Odense y la casa donde escribió buena parte de sus obras, en Copenhague. Es el artista que ha encarnado el mito de que las monarquías y las noblezas justifiquen su existencia y su magnanimidad, como que formen a niños pobres que puedan ser exitosos y, a la postre, por qué no, el mito nacional de la ficción. A los 14 años —ya había muerto su papá—, Andersen se fue a vivir a Copenhague; soñaba son ser bailarín y cantante. Pero se le dañó la voz e iba a caer en desgracia hasta que un rico le sirvió de mecenas, el funcionario público Jonas Collin. Después, el mismo rey de Dinamarca, Cristian VIII, le brindó las condiciones para escribir, viajar y vivir (hay un chisme viejo según el cual Andersen era su hijo ilegítimo, hipótesis que no está confirmada, pero tampoco ha sido rebatida del todo).

Ni él se hubiera imaginado que también sería el inspirador de otro mito fundacional: el de la Vendedora de rosas: la ficción que representa el abandono de la niñez colombiana. La película de Víctor Gaviria está inspirada en el cuento de Anderson (en el museo se dice que Andersen se inspiró en la ilustración de J. Th. Lundbye de una niña vendedora de fósforos), en especial en la estructura narrativa: una niña que vende cosas en la calle solo encuentra en los demás tristezas y frustraciones, por lo que al final se abandona a los brazos de su verdadero amor: su abuela. Con la diferencia de que la vendedora de fósforos alucina por el hambre y la vendedora de rosas por el sacol. Son similares en la trama, aunque sean opuestas en el lenguaje de la calle, la inocencia perdida, la idea de que ni Dios llega a las comunas de Medellín (más allá de lo obvio de decir que son épocas y países diferentes).

Víctor Gaviria no es el escritor nacional —al menos no todavía—, pero sí es posible decir que La vendedora de rosas encarna algo del espíritu colombiano: Colombia y su Navidad, que es la adoración al Niño Dios, es, al mismo tiempo, la encarnación de la violencia y la prostitución infantil. Mientras el relato de Anderson propició compasión por la vida en la pobreza, la película de Gaviria ha dejado más que todo memes: “Me lo mecatié en cositas”, “¡Fuck you men, gonorrea!”, “usté está muy engalochao”.

En suma, el olvido de la niñez, la niñez como mercancía, su sufrimiento como un chiste. Colombia se enorgullece de su desgracia: somos felices cuando nos sabemos más desgraciados. Los daneses han aprendido de sus ficciones y de sus derrotas y es válido decir que no hay niños que mueran de hambre en su territorio (hoy tienen otros problemas, sobre todo los de sus laberintos mentales, que por ahora no vienen al caso); en Colombia, en cambio, para muchos, La vendedora de rosas no es lo que hay que acabar, no es lo que no hay que repetir, sino lo que se ve a diario, lo que se vive en la calle, cuando no es solo un chiste; es lo que es, y punto. Un fósforo sirve al menos para calentarse, una rosa puede que no sirva para nada; con un fósforo se prende luz en la sombra, una rosa es una rosa. Habrá que intentar aprender a prender pétalos. A Andersen le cultivaron su talento, a Lady Tabares (la protagonista de la película de Gaviria; sus actores vivían circunstancias similares a las que representaban) solo le aceleraron la vida y su precipicio: fue condenada por hurto y homicidio y ha encarnado otro personaje más de sí misma, el de La casa de los famosos (reality show en el que famosos y personas de la farándula viven en una casa durante unas semanas para ser el entretenimiento de los colombianos de bien). Otros actores de la película siguieron sus vidas en la calle, muchos están muertos.

Todo esto da lugar para pensar que la ficción es siempre una inspiración, de sí misma y de la realidad. De sí misma porque, cada tanto, alguien encuentra las claves en ella para narrar la historia que quiere contar. De la realidad porque, queriéndolo o no, muestra las grietas que atraviesan las sociedades, las contradicciones, los grises, las bondades.

Así como Andersen se basó en Lundbye, Gaviria se basó en Andersen y, sin embargo, sus ficciones no son iguales; a veces parecen diametralmente opuestas. Aquello que los une es lo que nos resta como humanos: una trama, un conflicto, un giro; lo que le da sentido a los acontecimientos, el fogonazo que origina el desenlace final, la imagen que todo lo provoca. De eso se encarga el escritor, el artista: de buscar formas, así sea de hace doscientos siglos, o de hace dos mil. Es responsabilidad del lector hacerse cargo de ese otro reflejo, como Gaviria se hizo cargo del de Andersen.


Por Julián Bernal Ospina

Andersen y Gaviria, caras de un mismo espejo

Julián Bernal Ospina

La literatura puede llegar a unir mundos muy diferentes.

Hace 180 años un hombre con cara de trol bueno publicó la historia sobre una niña que vende fósforos en Año Nuevo. En el cuento la niña camina descalza sobre la nieve de la última noche del año. Sus pies ya perdieron el color natural y ahora tienen manchas rojas y azules. Le tiemblan las manos. La nieve casi le colma el pelo crespo que le llega al cuello. Cuando dejó su casa llevaba puestos los zapatos de su mamá, pero pronto los perdió. Un carruaje le arrebató uno de ellos y un niño le robó el otro. Sola y en una esquina, procura olvidar el dolor del frío.

La niña guarda en un delantal los fósforos que vende. Nadie se los compra, nadie le da ni un centavo. No puede volver a su casa porque no ha vendido nada y su papá la regañaría si llega así. Como tiene tanto frío se le ocurre la idea de prender un fósforo, luego otro, luego otro. Se imagina una estufa caliente, un ganso asado con manzanas y ciruelas pasas, y el más bonito árbol de Navidad que ha visto. Así hasta que entrevé la imagen de su abuela muerta, la única persona que la amó. La niña la recuerda al observar una estrella fugaz en el cielo. Piensa en las palabras que alguna vez le dijo: cuando cae una estrella fugaz, un alma sube al cielo. No le importa acabar con la mercancía con tal de volver a sus brazos. «¡Abuela, llévame contigo!», dice la niña y enciende los fósforos. Nadie sabrá si la niña comprendió que ella era el alma para esa estrella. Al otro día el sol de la mañana alumbra el cadáver de la niña con casi todos los fósforos quemados. En el rostro tenía una sonrisa sin vida, pero feliz.

El hombre alto con cara de trol bueno —el escritor del cuento— se llamaba, como ya lo supondrá la lectora, Hans Christian Andersen, y el cuento en mención se publicó con el nombre de “The Little Match Girl”. Ha sido traducido al español con el título —más triste que el cuento— “La pequeña cerillera”, entre otros títulos menos desafortunados. A Andersen y a las películas endulzadas de Disney les debemos buena parte de los cuentos de infancia. Él publicó en vida 158 cuentos, entre los que están sus “cuentos de hadas” o fairy tales como La sirenita, El traje nuevo del emperador, El patito feo y El soldado de plomo. Muchos de ellos están inspirados en su propia vida (no es el caso del cuento de la vendedora de fósforos). Historias no con final feliz, sino con un sabor a ironía, a crítica social, a injusticia. Solo un ejemplo: en el cuento original de La sirenita, ella no logra conquistar al príncipe ni matarlo, ni tampoco recuperar la voz. Antes bien, se convierte en espuma y, después, en un errante espíritu etéreo de mar. Ella, al ser sirena, no tiene alma inmortal a menos que consiga el amor de un ser humano. Como una más de las “hijas del aire”, la condenan a trescientos años de buenas acciones para ganar un alma inmortal “y una parte de la felicidad eterna de la humanidad”. Cualquier cosa, menos un final feliz. 

La razón por la cual hablo de Andersen es porque visité el lugar donde nació. Odense, la tercera ciudad con más población de Dinamarca (con más de 200 mil habitantes) y una de las más antiguas. El nombre de la ciudad parece una contradicción. Significa el santuario de Odín, el dios de la mitología nórdica que se arranca un ojo y lo lanza a la fuente de la sabiduría del gigante Mímir para acceder al conocimiento. El casco urbano tiene edificios de colores que parecen barcos, otros que parecen casas de muñecas y otros más que son como ladrillos con espejos o cárceles; dos iglesias (en una de ellas, gótica, están los restos de un rey de Dinamarca), piso de piedra y estudiantes de la Universidad del Sur de Dinamarca que arrean turistas como si arriaran vacas. Todo limpio, pulido, lustrado cual render; ni los grandes avisos publicitarios, ni las marcas de las tiendas de los primeros pisos, dañan el paisaje. Las guías de turismo dicen que es una ciudad pintoresca (adjetivo que usan para describir todas las ciudades del mundo); la verdad es que es una ciudad que ha dejado de ser el santuario de Odín para convertirse en el santuario de Andersen. Hay dos museos de Andersen, una estatua de soldaditos de plomo y la pregunta de cómo hizo un trol bueno para destruir a los vikingos.

Uno de los museos de Andersen es la casa donde nació. Vio la luz de su fantasía real en 1805, cuando Noruega aún era parte de Dinamarca. (Dato necesario de Wikipedia: los reinos de Noruega, Dinamarca y Suecia, así como la república de Islandia, son parte de eso que han llamado Escandinavia, una especie de cultura multinacional que comparte historia y raíces lingüísticas: la historia vikinga, la cultura nórdica y sus combinaciones y lenguas derivas del germánico; y, como casi todos las naciones europeas, Dinamarca, Suecia y Noruega han sido imperios, lo cual quiere decir que han buscado apropiarse de territorios por medio de la guerra). Una casa pobre: la casa de un zapatero y de una lavandera, sus padres.

El otro museo, inaugurado en junio de 2021, fue diseñado por el arquitecto japonés Kengo Kuma. Más que un museo es un bosque encantado en medio de la monotonía de la perfección; un equilibrio desequilibrado de espejos, formas oblicuas, líneas de maderas y realidades superpuestas: parece que quien ingresa entra a un cuento de Andersen. Entre las estructuras de madera hay laberintos de arbustos. Adentro de una de ellas está el museo, con experiencias inmersivas de los cuentos más representativos, una cronología de su vida y una colección de sus manuscritos. Andersen fue, además de escritor de cuentos, escritor de novelas, de libros de viajes, de poemas, dibujante, hacedor de origamis y un enamoradizo.

Sobre todas las cosas, para los daneses es su escritor nacional. No en vano en Copenhague (la capital de Dinamarca) hay una avenida con su nombre y hasta en el aeropuerto promocionan visitas turísticas a sus casas: la de su nacimiento en Odense y la casa donde escribió buena parte de sus obras, en Copenhague. Es el artista que ha encarnado el mito de que las monarquías y las noblezas justifiquen su existencia y su magnanimidad, como que formen a niños pobres que puedan ser exitosos y, a la postre, por qué no, el mito nacional de la ficción. A los 14 años —ya había muerto su papá—, Andersen se fue a vivir a Copenhague; soñaba son ser bailarín y cantante. Pero se le dañó la voz e iba a caer en desgracia hasta que un rico le sirvió de mecenas, el funcionario público Jonas Collin. Después, el mismo rey de Dinamarca, Cristian VIII, le brindó las condiciones para escribir, viajar y vivir (hay un chisme viejo según el cual Andersen era su hijo ilegítimo, hipótesis que no está confirmada, pero tampoco ha sido rebatida del todo).

Ni él se hubiera imaginado que también sería el inspirador de otro mito fundacional: el de la Vendedora de rosas: la ficción que representa el abandono de la niñez colombiana. La película de Víctor Gaviria está inspirada en el cuento de Anderson (en el museo se dice que Andersen se inspiró en la ilustración de J. Th. Lundbye de una niña vendedora de fósforos), en especial en la estructura narrativa: una niña que vende cosas en la calle solo encuentra en los demás tristezas y frustraciones, por lo que al final se abandona a los brazos de su verdadero amor: su abuela. Con la diferencia de que la vendedora de fósforos alucina por el hambre y la vendedora de rosas por el sacol. Son similares en la trama, aunque sean opuestas en el lenguaje de la calle, la inocencia perdida, la idea de que ni Dios llega a las comunas de Medellín (más allá de lo obvio de decir que son épocas y países diferentes).

Víctor Gaviria no es el escritor nacional —al menos no todavía—, pero sí es posible decir que La vendedora de rosas encarna algo del espíritu colombiano: Colombia y su Navidad, que es la adoración al Niño Dios, es, al mismo tiempo, la encarnación de la violencia y la prostitución infantil. Mientras el relato de Anderson propició compasión por la vida en la pobreza, la película de Gaviria ha dejado más que todo memes: “Me lo mecatié en cositas”, “¡Fuck you men, gonorrea!”, “usté está muy engalochao”.

En suma, el olvido de la niñez, la niñez como mercancía, su sufrimiento como un chiste. Colombia se enorgullece de su desgracia: somos felices cuando nos sabemos más desgraciados. Los daneses han aprendido de sus ficciones y de sus derrotas y es válido decir que no hay niños que mueran de hambre en su territorio (hoy tienen otros problemas, sobre todo los de sus laberintos mentales, que por ahora no vienen al caso); en Colombia, en cambio, para muchos, La vendedora de rosas no es lo que hay que acabar, no es lo que no hay que repetir, sino lo que se ve a diario, lo que se vive en la calle, cuando no es solo un chiste; es lo que es, y punto. Un fósforo sirve al menos para calentarse, una rosa puede que no sirva para nada; con un fósforo se prende luz en la sombra, una rosa es una rosa. Habrá que intentar aprender a prender pétalos. A Andersen le cultivaron su talento, a Lady Tabares (la protagonista de la película de Gaviria; sus actores vivían circunstancias similares a las que representaban) solo le aceleraron la vida y su precipicio: fue condenada por hurto y homicidio y ha encarnado otro personaje más de sí misma, el de La casa de los famosos (reality show en el que famosos y personas de la farándula viven en una casa durante unas semanas para ser el entretenimiento de los colombianos de bien). Otros actores de la película siguieron sus vidas en la calle, muchos están muertos.

Todo esto da lugar para pensar que la ficción es siempre una inspiración, de sí misma y de la realidad. De sí misma porque, cada tanto, alguien encuentra las claves en ella para narrar la historia que quiere contar. De la realidad porque, queriéndolo o no, muestra las grietas que atraviesan las sociedades, las contradicciones, los grises, las bondades.

Así como Andersen se basó en Lundbye, Gaviria se basó en Andersen y, sin embargo, sus ficciones no son iguales; a veces parecen diametralmente opuestas. Aquello que los une es lo que nos resta como humanos: una trama, un conflicto, un giro; lo que le da sentido a los acontecimientos, el fogonazo que origina el desenlace final, la imagen que todo lo provoca. De eso se encarga el escritor, el artista: de buscar formas, así sea de hace doscientos siglos, o de hace dos mil. Es responsabilidad del lector hacerse cargo de ese otro reflejo, como Gaviria se hizo cargo del de Andersen.